El martes, en respuesta a la demanda de ACLU que ponía en entredicho la separación familiar, un tribunal federal ordenó la reunificación de miles de familias desgarradas por la administración Trump. La decisión fue una victoria de esas que desgraciadamente suelen brillar por su ausencia, tanto para los derechos civiles, como para los derechos de los inmigrantes y para la decencia humana básica en la era Trump.
De todos modos, aunque el mandato del tribunal reunifica a las familias, no impide que la administración encarcele a los padres y sus hijos en centros de detención de alta seguridad que se asemejan a las cárceles militares, y no anula el enorme sufrimiento que estas familias han experimentado mientras estaban separadas. Y esto es exactamente lo que nos creemos que va a hacer la administración Trump: reemplazar la separación familiar por la detención familiar indefinida, infligir un trato cruel, deshumanizante e imperdonable a padres e hijos en un intento ilegal de impedir que otros busquen asilo en este país.
En las últimas semanas, hemos tenido acceso a centros de detención donde pudimos entrevistar a un número de padres migrantes. Entre dientes atenazados por la rabia y a través de lágrimas, se esforzaron por compartir con nosotros las traumáticas historias relacionadas con la separación forzosa de sus hijos.
Siendo como somos abogados de derechos civiles, además de padres y tíos, estas entrevistas nos llevaron una y otra vez al borde de las lágrimas. Una mujer, por ejemplo, relató su brutal interrogatorio a mano de dos agentes de la patrulla fronteriza en el centro de procesamiento, en el cual los agentes le informaron falsamente al decirle que, si se le ocurría pedir asilo, sería enviada a la cárcel y su hija de 12 años puesta en adopción, de manera que nunca volvería a ver a su madre. Los agentes le mintieron de esta manera con su hija presente, de manera que la niña gritó y lloró y le suplicó a su madre que hiciera lo que le pedían y que no pidiera asilo. Al final, creyendo las falsas amenazas del agente, la madre claudicó y firmó algunos papeles en inglés que ni siquiera podía entender y, sin explicación y entre llantos, fue separada de su hija de todas maneras. Solo más tarde tuvo el coraje de desafiar a los agentes y decirle a un psicólogo del centro de detención su miedo a la persecución en su país.
Siendo como somos abogados de derechos civiles, además de padres y tíos, estas entrevistas nos llevaron una y otra vez al borde de las lágrimas.
Otros padres describieron situaciones parecidas. Otro detenido, un padre que había huido después de que los miembros de una pandilla en su país de origen amenazaran con matar a su hijo de 13 años si no se unía a ellos, describió, con lágrimas en los ojos, el momento en que le pidió a su hijo que se mantuviera calmado y fuera fuerte. "Papá, no te preocupes por mí. Soy un niño grande," respondió el hijo, antes de que se le separaran de él. El padre dijo que la anarquía y el permanente estado de temor en que vivía su familia en su país de origen era terrible, pero no se podía comparar con la agonía que sentía al no saber si alguna vez volvería a ver a su hijo.
Uno de los centros que visitamos parecía un campo de prisioneros militarizado: sombríos edificios de color gris oscuro en medio de pastizales desiertos, rodeados de alambradas y vallas electrificadas. El personal de este centro -incluso los recepcionistas- vestían uniformes militares de color caqui y botas de combate, que recordaban a la vestimenta de la Guerra del Golfo. Muchos llevaban armas de manera muy visible.
Ese ambiente militar que se respiraba en el centro se revelaba aún más claramente en las actitudes y el comportamiento de los guardias. Los padres con los que hablamos nos dijeron que tenían miedo de preguntarles algo, por temor a que les gritaran, les amenazaran y los repudiaran de nuevo. ¿En qué tipo de país nos hemos convertido, desplegando todo el poder y la ira del gobierno federal para aterrorizar a las madres y padres que buscan la seguridad de sus hijos?
¿Para hacer que la detención sea un infierno peor que el hogar del que estos desesperados inmigrantes han huido? ¿Es así como esperamos disuadirles?
¿En qué tipo de país nos hemos convertido, desplegando todo el poder y la ira del gobierno federal para aterrorizar a las madres y padres que buscan la seguridad de sus hijos?
Es nuestra obligación luchar por los derechos y la humanidad de los más vulnerables entre nosotros y eso vamos a seguir haciendo. Diferentes personas con sentido común pueden no estar de acuerdo en lo que constituye una política de inmigración justa y factible, pero nadie que esté dispuesto a arrancar a un niño de los brazos de su madre o padre tiene sentido común. Nuestra única opción es movilizarnos y resistir.
Si no sabe cómo puede ayudar, llame a su Senador. Acuda a marchas. Sea voluntario. Y si puede,done, si no a la ACLU, a cualquiera de las numerosas organizaciones que trabajan para poner fin a la deliberada tortura psicológica que la administración Trump trata de infligir sobre padres e hijos.